Estimados amigos:
Les decía que no me atrevía a contarles lo que me había sucedido hace algún tiempo, por el temor manifiesto a que me tildaran de loco.
Iba esa mañana de verano, radiante de felicidad, ese sentimiento que es tan pleno, magnífico y relajante que incluso nos conduce al polo opuesto de nuestro temperamento y nos induce a atemorizarnos, porque, convengámoslo, la vida es más planita, sin tanta algarabía ni tanto j aja ja. Sin casi darme cuenta, la voltereta sufrida por mi carácter fue tan violenta que casi me deprimo, vean si no soy pusilánime. Me puse a pensar en lo descarado que puede ser el demostrar tanta felicidad, a tantas personas que puede uno herir al transitar tan boyante por las veredas de nuestras calles, que no era mi camisa el motivo de tanta felicidad porque -que se sepa- las Van Heussen no son prendas milagrosas y si logran hacer feliz a alguien, son a los fabricantes que se embolsan una buena tucada con su enorme producción. Iba pensando en esto y en lo otro, en los niñitos que no tienen que comer, en las mujeres y en los ancianos indefensos producto de todas las guerras desencadenadas por todo el orbe como un cordón satánico. Iba pensando en eso, repito, cuando ví con el rabillo del ojo a un perrito común y corriente, de pelaje blanco y cabeza negra, ordinario de atar el quiltro, que me estaba mirando fijamente y que movía su cabeza como en señal de desaprobación. -Un perro paralítico, eso debe ser- pensé para mis adentros y seguí caminando. Me disponía a cruzar la calzada cuando siento un silbido. Miro para atrás. Nada. Sólo el perro que me seguía mirando fijamente. –Deben estar llamando a alguien- me dije y seguí caminando. -¡Oye, tú!-escuché que decía una voz extrañísima. –Alguien me quiere tomar el pelo- pensé y no hice mucho caso. –Hey. No te hagas el sordo. Alcancé a darme vuelta justo para ver como el hocico del perro se movía al compás de las palabras. –Que buen truco-me dije en voz alta y me reí con ganas. –Aquí no hay truco ninguno- dijo el perro con su vocecita de duende. Me acerqué cautelosamente al animal y revisé el entorno, moví mi mano sobre el can, por si esta se topaba con algunos hilos invisibles. Nada. El perro me miraba con sus ojos lánguidos y movía graciosamente su cola en señal de amistad.
-¡Que simpático eres- le dije y me agaché para acariciarle su cabeza.
–Eh, para. ¿Acaso crees que soy un animal doméstico?-Eso me pareces-le contesté y me sentí realmente idiota al escucharme hablar con el quiltro.
-Siempre lo mismo. Primero los cariñitos, luego los lazos afectivos, más tarde las reprimendas, los quiebres y después de patitas en la calle de nuevo. ¿Acaso no actúan ustedes así?
-Bueno…si, pero…-Nada de peros. No necesito cariños ni amo que me proteja. Y me imagino que tu tampoco.
-No. En estos momentos estoy libre. Y realmente debo decirte que me siento feliz.
-Ajá- exclamó el perro.-¿Como te llamas, perrito? El can se rascó su cabezota color azabache y contestó desganadamente: -George. Mi nombre es George. Especulé si no sería un agente secreto disfrazado. –Y tu ¿Cómo te llamas? -Guido. Mi nombre es Guido. El perro pareció enfurecerse.-¡No me gusta que me remeden! ¿Oíste bien? Asentí con la cabeza. ¡Que genio!-Bueno, gusto de conocerte-. Le tendí mi mano. El perro levantó la suya y me la extendió. –No te vayas todavía-me exigió. Puso su cabeza en el suelo y desde allí levantó su mirada perruna para interrogarme: -¿Qué es eso que no puedes ser feliz, hombre por Dios? Me encogí de hombros. No tenía idea a que se refería. -¿Acaso el mundo va a cambiar porque tu estás conmovido?-prosiguió.-No lo se- recordé mis aprensiones con el tema de la felicidad. –Quizás es simple pudor.-Pudor, pudor. ¿Sabes cuantos millones amasan a diario algunos con la misma cancioncita?-Pues dame la receta para hacer lo mismo-le dije en tono de broma.-¿Acaso no sabes hablar en serio, pedazo de animal? Mira. Tú te deprimes porque en cierto lugar de esta asquerosa tierra faltan alimentos o por que en otro, los imbéciles de los seres humanos tratan de hacer prevalecer sus puntos de vista con el expediente manido de la guerra. ¿Y sabes una cosa? Nadie mueve un dedo por esa gente. ¿Y sabes por qué? Porque hay grandes intereses económicos de por medio. Eso lo saben los gobiernos de América, de Europa, de Asia, de África y de la Oceanía y nadie ¡nadie! dice nada. -Pero está la ONU, las fuerzas de paz, el Vaticano. El perro me miró de reojo y esbozó una sonrisa. –Eres iluso tú ¿no? ¿Qué no te das cuenta, grandísimo tonto que ellos mismos orquestan las guerras y los conflictos armados para mantener sus respectivos status? ¿De que mundo vienes por Dios? Piensa una cosa: Si en el mundo se instaura la paz, todos los hombres son felices y todos comen perdices ¿Qué va a ser de esos pobres tipos discursivos que les gusta estar en el primer plano de la noticia? -Pero el Presidente Bush dijo… El perro gruñó asomando sus blancos dientes y me cortó la inspiración. -¿Sabes lo que pienso de ese? Moví la cabeza negativamente. El perro se dirigió con sus cortas patas al primer árbol que encontró, levantó una de ellas y orinó caudalosamente. Regresó al instante. –Eso pienso de Bush- dijo.
–Guau-dije yo. El perro prosiguió con su perorata para finalmente hacerme ver que yo no debía preocuparme tanto de los grandes temas, que mi tiempo y espacio eran estos y debía sacarle provecho porque la vida es muy corta.
-Reíte pibe, reíte, que la depre da fiaca- me aconsejó con un tono sospechosamente bonaerense.
–Y porque pensás eso- le pregunté, siguiéndole el juego. -¡Andá! ¿Es que tengo que entregarte un manual de comportamiento ahora? ¡Pardiez! ¡Coño tu que no entiendes nada! Evidentemente, el can era multilingüe y empleaba diversos giros para deslumbrarme. –Mirá. Termino ahora con vos. Hacéme caso y la vida te será un filete. En vuestras manos queda el ser feliz. Y sin decir nada más, George salió disparado hasta transformarse en un punto en lontananza. Me quedé perplejo. Cerré y volví a abrir mis ojos pensando que esto sólo había sido una alucinación. Tardé varios minutos en recuperarme y sentía entretanto en mi cerebro la vocecilla esa, inculcándome sus radicales consejos. –Esto me sucede por no desayunar en las mañanas- dije en voz alta. –Es evidente- escucho que dicen en mi oreja. Me vuelvo y veo que un gato atigrado mueve su boca para preguntarme-¿Cómo te llamas?
-¡Noooooooooooooooo!- grito y salgo al arranque. Llego a una esquina y el semáforo cambia la leyenda en letras rojas que indica pare, por las verdes que destellan delante de mis ojos preguntándome: -¿Qué te sucede hoy?
CUENTO DE EL CUENTERO BONAORENSE. GRACIAS.
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